Aún no se termina de apagar en mi memoria el recuerdo de una anécdota que escuché cuando frisaba los 10 u 11 años. Mi abuela, típica matrona interiorana, contaba que un campesino acierta a ganar en la lotería cuando cada fracción de chance reportaba la bicoca de 11 dólares –que es lo que siempre ha circulado en nuestro territorio, muy a pesar de los nacionalistas de la economía. Contaba mi ahora difunta abuela que el campesino en cuestión, con el pedacito de chance ganador en la mano, llama a su hijo de 12 años, que era el de las letras en aquél humilde rancho, y lo insta a tomar nota de las compras que habría de realizar con los “dolarillos” disponibles después de tanta balota revuelta.–Apunte ahí, mijo. Un quintal de arroz.–Un quintal de arroz– repite la promesa literaria de aquellas campiñas.–Un machete nuevo con su vaina.–Un machete nuevo con su...–¡Ni se le ocurra repetirlo porque le parto la crisma! Ponga ahí, también un quintal de maíz y un ciento de naranjas.–Oiga, papá, acuérdese que son sólo 11 balboas...–¡Usted se calla, y apunte que el papel aguanta!Viene a cuento la anécdota en cuestión en estos momentos, porque no más abre usted un periódico y luego de una hemorragia alfabética se topa con títulos tan rimbombantes como el de “analista político”, “politólogo”, “investigador de mercado”, o aquél de más altos vuelos como es “analista internacional”.Y en estos tiempos de ética periodística y transparencia, no dar al lector todos los elementos necesarios para ubicarlo en el justo contexto es, poco menos, que mentirle en algo.Salta de mi baúl de recuerdos el caso del funcionario de un gobierno pasado que, al final de su carrera, enfrentó acusaciones de muy grueso calibre en lo que a corrupción se refiere. Uno de esos días en que el sol sale más temprano, nos desayunamos con un largo y exagerado artículo de una directora de información que, al final, firmaba como periodista y en ningún renglón de su panegírico anotaba sus lazos maritales con el acusado en cuestión. También brilla el caso del estudioso de las sillas presidenciales que, con todo el derecho que le correspondía, se disparaba unas notas periodísticas dignas de mejor destino; firmaba como presidente de una de las tantas ONG rebosantes en nuestro paisaje nacional, en vez de hacerlo como asesor cercano a la silla estudiada. Tal vez este pequeño detalle habría de proporcionarnos, en su momento, el elemento necesario para juzgar acertadamente los argumentos presentados o, por lo menos, saber por dónde venían los razonamientos.Otros, por su parte, sin otros cargos que olvidar nos deslumbran por los altos vuelos o las rimbombancias de los títulos que se enquistan y que, más que encandilarnos, nos sumen en la perplejidad que resulta de lo absurdo y sin sentido.Hay por ahí quien ama endilgarse aquél de “politólogo”, que a este infeliz servidor, corto de luces intelectuales, le suena muy relacionado con supositorios y enemas. ¡A santo de qué puede un mortal común y corriente, sin más estudios políticos que un semestre universitario o dos libracos mal leídos, arrogarse semejante título que no es más que una patente de corso para validar sus escuálidas opiniones! Opiniones que de otra manera pasarían sin pena ni gloria por las páginas en cuestión.¿Y qué de aquél “analista internacional”? Con tantos aspectos y aristas que forman el escenario del mundo ¿qué analiza nuestro personaje en cuestión? ¿La política? ¿Las relaciones económicas? ¿Los tebeos? ¿Los capítulos de los Simpson? ¿Los hábitos alimenticios de los lagartos? ¿O hemos de creer que, a imagen y semejanza de Dios, el mortal afortunado que devenga dicho título capta, en su omnipotencia, todo el devenir humano?En estos tiempos de transparencia y requerimientos éticos es menester cuidarse de los detalles no revelados, que son precisamente los que nos desentrañarían las verdaderas intenciones y sentidos de cuanto vemos publicado.
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