No hay nada más tenebroso que las visitas hospitalarias. Tan tenebrosas son como las intervenciones quirúrgicas. O quizás más aún.Esa caterva de individuos que puntualmente se asoman a las salas de hospital a visitar a un pariente, amigo, vecino, o, en el más increíble de los casos, se aparecen al garete, con la esperanza de simpatizar con algún enfermo solitario que les agradezca combatir el abandono de parientes descorazonados y crueles.Llega uno a la sala de convalescientes a la hora de las visitas y se arrima a la cama de su enfermo particular:- ¿ Cómo te sientes? Me dice la enfermera que te operaron esta mañana.- Comenta con una de esas sonrisas propias de anuncio de financieras, mientras el infortunado enfermo mueve los ojos - que es lo único que puede mover en ese momento- y desliza sus manos sobre las sábanas tratando de cubrir la herida de treinta y ocho puntos que dormita a lo largo del pecho.- ¡ Oye, qué carniceros estos medicuchos! ¿Cuántos puntos te hicieron esos bárbaros?Y la sábana infame, en contra de lo que pretende el enfermo, se resbala hacia sus pies y deja al descubierto la cicatriz descomunal e impactante que atrae la mirada de los cuarenta y cinco visitantes que en ese momento se amontonan en la pequeña sala del nosocomio.- ¡Guaooo! De verdad que es una herida de consideración- se aventura a decir un visitante de la cama vecina procurando entrar en una charla más amena que la que se ejecuta junto a su enfermo.- ¿Ya pasaron a curársela? En estos hospitales públicos hay que andarse con cuidado -comenta otro-. A una tía mía la operaron de unos juanetes la semana pasada y casi pierde la pierna por negligencia del médico y las enfermeras que se la dejaron infectar.- Mire, la peor desgracia es no tener dinero para pagar una clínica particular. Allá en mi pueblo operaron a un primo del apéndice y lo mandaron para la casa. A los dos días tuvimos que correr a medianoche para el hospital porque el muchacho se retorcía del dolor. ¿Qué cree usted que había pasado? Pues, nada; le habían dejado una gasa adentro y la infección casi se lo come vivo.A estas alturas de la visita, que recién comienza, el paciente de la cama quince, que espera ser operado dos días después, ruega llorando, a sus parientes, que se lo lleven a casa, porque repentinamente se ha comenzado a sentir bién.-Bien, nada. No sea flojo- le increpa un total desconocido dos camas más adelante, que ya le agarró confianza al ambiente- Uno nunca sabe, empieza a sentir mejoría un rato y al minuto siguiente está esperando turno en la sala de maquillajes de la funeraria.- ¿De qué le operan a usted? ¿Hemorroides? Vamos, no tiene por qué preocuparse... Bueno, aunque viendo lo mal que anda el gremio médico, no puede uno confiarse mucho. Mi abuelo era un tipazo saludable que en su vida había padecido siquiera un resfriado. Inventaron operarle unas hemorroides y a los tres días, ¡Zas!, le cantamos el último cuplé.El ambiente, ya tan pesado como una losa de concreto, parecía desmoronarse como un hielo seco. Los pacientes, con los ojos desencajados, transpiraban con dificultad, como si de repente un virus asmático se hubiese apoderado de ellos. Cuando la gigantesca y gorda enfermera anunció, con voz de trueno, el final de la visita, ninguno de los pacientes la odió: contrariamente, más de uno la adoró en ese momento.A las tres y quince de la madrugada, los parientes de aquél pobre hombre de la cicatriz de treinta y ocho punto, recibieron la infausta noticia: su familiar había muerto de un paro cardíaco veinticuatro horas después de una operación rutinaria, según había dicho su médico de cabecera.El pobre murió sin saber que el abuelo saludable del que había escuchado hablar en la última visita, que nunca sufrió un resfriado y que fue operado de hemorroides, falleció al tratar de cruzar imprudentemente, bajo un puente peatonal, una calle de cuatro carriles. Las molestias de la reciente operación le impidieron correr cuando uno de los buses no renovados del transporte público perdió sus frenos justo cuando él alcanzaba la mitad de la calle.
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