miércoles, 8 de octubre de 2008

Qué envidia los talibán

Llegó a las doce.Temprano comparado con los otros días.Venía con unas copas de más; y con una imponente sed de violencia, como siempre que llegaba de sus rumbas. Escuché el ruido de las llaves al chocar sobre la mesa de cristal y algo así como un ¡levántate, imbécil! Comprendí, en ese momento, por qué el pánico es cosa de temer. Y cómo te reseca la garganta, te dispara las glándulas sudoríparas y convierte en un nudo tus pensamientos.Mientras los niños dormían en su habitación, yo añoraba hacerme invisible en la mía...En la suya, mejor dicho. Escuché sus pasos acercarse y me acurruqué en las sábanas, procurando reducir mi tamaño. Cuando apareció en el quicio de la puerta, el terror mordía cada centímetro de mi ser. Respiraba brevísimas bocanadas de aire, procurando no moverme mucho, tratando de hacerle creer que dormía. ¡Levántate, imbécil!, volvió a gritar, mientras me golpeaba con la lámpara que tomó de la mesita de noche. ¡Que te levantes he dicho! Los niños asomaron sus caritas asustadas y a gritos los mandó de vuelta a la cama.Este es el cuadro cotidiano con que culminan, o empiezan mis días....Depende de la hora en que llegue. Cuando no está, que generalmente es durante todo el día, veo la tele para sofocar mis miedos. Y por los noticieros me entero de los detalles acaecidos en Afganistán. De cómo allá las mujeres cuentan menos que el burro en que se cargan las mercancías. De cómo se esconden bajo ese traperío llamado burka. De cómo no se les permite salir solas a la calle, ni ejercer profesión alguna. Así se les quiere allá lejos, en Afganistán. ¡Qué envidia! ¡Cuán valientes esos muchachos, los talibán! Cuánto quisiera ser como ellos, actuar como ellos...¡Y de una maldita vez demostrarle a esta mujer quién es el que manda en esta casa!

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